Era de noche, había esperado por mucho tiempo aquel día, sus manos imaginaban la textura de aquella pintura que siempre anheló, su sentido del olfato podía percibir aquel aroma imaginario que provocaría la imagen que añoraba en cada sueño y despertar. Su boca, sus labios, querían pronunciar su nombre, habían permanecido cerrados guardando el secreto de un suspiro, guardando el gesto tímido de una sonrisa pudorosa para cuando pudiera ver la obra de arte que tanto deseó. Sus ojos, durante todo ese tiempo guardaron su brillo, sus ojos de canica se mostraban apagados como queriendo ahorrar una ilusión de ver por fin cada color, y cada contraste que llegaría por fin esta noche.
Todo estaba preparado, caminó por largas horas, corrió sin percatarse del dolor que provocaba el esfuerzo, hizo cómplices a los más amados, para que todo fuera como lo había imaginado, leyó la reseña de la obra por última vez, miró la carátula del folleto, por última vez, se tragó el suspiro y restringió su sonrisa, por última vez, porque en pocos minutos podría verla, podría ver aquella pintura con la que tanto soñó.
Mientras corría, contaba las luces de los faroles caprichosos en forma de copos de algodón. Uno, dos, diez, treinta, pasaban los minutos y su corazón empezó a correr con ella, su nariz empezó a correr con ella, sus manos empezaron a correr con ella, sus pies sintieron un ardor como nunca había sentido; sin querer, dejó de contar las farolas, el esfuerzo dejó escapar todos los suspiros que había guardado durante tanto tiempo, poco a poco, el camino se fue oscureciendo, sus ojos empezaron a brillar, pero no era el brillo que guardó, era su dolor, por acercarse a la verdad. Era la desilusión de abrirse paso a una realidad donde esa noche no vería esa pintura.
Había valido la pena? Se preguntaba.
Se descubrió de pie al final de un camino oscuro, las farolas en formas de copo de nieve hace mucho que se habían extinguido, su polo estaba empapado de impotencia, el aire impregnado del sinsabor de los gemidos de cansancio por el camino recorrido, sus manos escondieron su pena, la pena que se había permitido pasear por todo su rostro para apoderarse de él.
Cayó de rodillas, respiró profundo, y luego de expulsar aquel sufrimiento del que no tenía recuerdo, se quedó en silencio. El tiempo pasó lento, la pintura que imaginó se alejaba de su mente, como algo inalcanzable, como algo que no era para ella, o al menos, no lo era esa noche.
Levantó el rostro, limpió su pena, respiró profundo por segunda vez, cogió el recuerdo de su anhelo, lo guardó en una cajita cerca del corazón. “Quizá no sea esta noche”, se dijo, pero quizá sea “alguna noche”. Quizá pronto, quizá lejos, pero abrigó la esperanza de poder ver la obra de arte que por tanto tiempo había esperado con tanta ilusión… y volvió.