Había olvidado mirarla mientras dibujaba,
estaba entretenido con las noticias que lo absorbían cada mañana, mientras
tomaba un café. Al voltear hacia ella vio en aquel papel la casa que había
dejado meses atrás, una casita que su hija le recordaba en la mesa del
desayuno, mientras él vaciaba sus recuerdos con cada noticia de un lugar nuevo,
al que el trabajo lo había obligado a querer.
Vio los colores del dibujo y revivió las
emociones al llegar allí por primera vez, ella, Micaela, no existía, apenas era
una idea que poco a poco se forjaba en el corazón de esos jóvenes soñadores,
apenas era entre un sueño y un miedo, entre un deseo y una ilusión, apenas era
un nombre, pero era, al fin y al cabo.
Tomó otro sorbo de café, Micaela le
alcanzó el dibujo de la casita de sus sueños, de la casita donde nació. Al
recibirlo, él pudo verla entrar en ella, correr a los brazos de mamá, gritar a
viva voz que llegaba a casa, que la quería, y pudo escucharla correr por el
deseo de ser el centro de atención como todas las tardes para ellos dos.
Creyó que sería bueno regresar, lo creyó;
pero el volumen del televisor lo hizo abandonar aquella idea, lo hizo soltar
aquella casita retratada con un deseo inocente, oculto, secreto que tenía
Micaela, que tenía su pequeña de ser para él la razón de sus tardes, su centro,
suya al fin.
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